por Ángeles Lescano
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Me negué rotundamente a la vil atrocidad
que Hipólito había querido perpetrar con mi cuerpo, la noche de bodas.
Una vez que terminaron de servir la
última porción de pastel en la fiesta, tan sólo unas horas antes, noté como la
mirada de todos los invitados se posaba sobre nosotros, con un dejo libidinoso.
Primero sobre él, luego sobre mi. ¡Viva los novios! Exclamaban, mientras
alzaban sus copas, y sonreían socarronamente.
Mi madre, precavidamente, me había
advertido sobre el momento que estaba por acontecer. Me dijo que para cuando
llegase, yo tenía que ser buena y sumisa con mi marido, que cerrara los ojos y
aguantara el dolor, y que luego iba a poder ser feliz para toda la eternidad al
lado de alguien que me protegiera…
Tan sólo una vez Hipólito y yo habíamos
tenido contacto físico. Fue cuando, con consentimiento de mis padres, él se
quedó en la sala de estar, a solas conmigo, en la época en la que buscaba
cortejarme. Me preguntó educadamente si podía besar mi mano, a lo que accedí
con alguna reticencia. El contacto de su saliva helada contra mi piel me
estremeció del horror.
Y ahí estábamos, en la noche de bodas,
solos él y yo, nuevamente. Corrí por todo el cuarto del hotel, arrojando cosas
a mi paso, para que no me alcanzara. Él creía que yo estaba jugando, pero lo
cierto era que la sola idea de acercarme a su cuerpo peludo y sudado de macho
me repugnaba. Grité como nunca en mi vida cuando me agarró por detrás con toda
su fuerza, me lanzó sobre el colchón y se arrojó sobre mi. Pude sentir por un
segundo su horrible aliento mentolado, agitado por la pasión, y su fuerte
fragancia viril. Atiné a arañarle la cara con mis largas uñas. Se alejó y me
miró perplejo. Acto seguido, me dijo “Si no es hoy, vas a ser mía mañana, o pasado”.
Se recostó dándome la espalda y se durmió.
La presencia cercana de ese cuerpo
semidesnudo durante toda la noche me hizo sentir tan incómoda como nunca en mi
vida.
Al día siguiente, la misma escena tuvo
lugar en el hotel. Y lo mismo aconteció el día en el que llegamos a nuestra
nueva casa. Así, noche tras noche, yo me seguía negando a la rudeza de su
carne, y él seguía intentando vanamente abalanzarse sobre mi fragilidad.
Llegó un momento, en el transcurrir de esas
insistentes noches, en que él desistió. Simplemente comenzamos a ser dos
conocidos que compartían algo de tiempo de lectura durante la noche.
Yo sabía que él buscaba satisfacción en
otras piernas. Lo sabía, por los indicios que él pretendía dejar
descuidadamente en todos lados (un pañuelo con rouge, un número de teléfono con
el nombre de una mujer en una servilleta)… quizás en un intento de provocarme
celos o de llamar mi atención. Pero lo cierto es que así me sentía bien.
Durante todos esos años, en ningún
momento sentí nacer ningún ardor en mi vientre. Ni por Hipólito, ni por nadie.
No sabía lo que era aquello. Intentaba evadir por completo las preguntas
apabullantes de mi madre y mis hermanas cuando, extrañadas, preguntaban por los
hijos. Mi limitaba a mirar el vacío como respuesta y a cambiar de tema.
Ese era el esquema de mi vida. Hasta que
finalmente, un día Hipólito recibió una propuesta de trabajo del otro lado del
océano. Nos trasladaríamos a otro continente.
Nos embarcamos en un lujoso crucero que
nos llevaría a lo ancho del océano durante 10 días, el “Santa Catalina” decía
en su imponente proa con letras doradas.
Desde el primer momento en el que subí a
aquel barco, y contemplé el horizonte marino fundiéndose con el ocaso, algo
adentro mío se estremeció. No comprendí en ese momento lo que era… sólo sabía
que en mi interior existía una contradicción, como si estuviera agitada y muy
calma al mismo tiempo.
Durante esa noche y el día siguiente,
sentí a esta contradicción volverse cada vez más grande en mi. Los almuerzos y
las cenas en el lujoso salón comedor de primera clase, con tanta gente
alrededor, riendo a carcajadas y hablando estridentemente, me hacían sentir
sofocada, quería salir y corriendo… pero no sabía hacia dónde. No entendía qué
quería, o lo que deseaba. Pero quería resolver ese misterio cuanto antes.
Durante la tercera noche de nuestra
estadía, luego de que Hipólito se quedara dormido, presa del insomnio y la
perturbación, y aturdida como estaba desde el primer día, fui a dar un paseo
por la cubierta. Refulgiendo bajo la luz de las estrellas, vi el mar… se veía
encantador. Mi respiración comenzó a agitarse cada vez más, sentí náuseas y un
vértigo en el estómago. En ese momento comprendí, que era a él a quien quería,
a quien deseaba… al mar. No podía dejar de mirarlo… ahora que estaba ante mi,
lo veía con tanta claridad… sentí de repente como si hubiera caído rendida bajo
el poder de algún hechizo, o de algo que estaba más allá de mis fuerzas… algo
despertó en mi… un deseo en mi vientre… un fuego entre mis senos. Comencé a
recorrer mis muslos con mis manos, casi sin entender lo que hacía. Mi aliento
estaba más agitado aún. Si. Quería que él me poseyera… él, el mar. Quería ser
su novia virginal, fundirme en el lecho nupcial con él y con nadie más. Pura
como estaba, quería jurarle amor y fidelidad eterna…
El amanecer me encontró durmiendo en la
cubierta. Hipólito no entendía qué me sucedía, pero no le agradaba. Durante
todo ese día, tuve que disimular mi agitación y esconder mi mirada de deseo.
Esperé ansiosa la oportunidad para tener otro encuentro con él…
La noche siguiente, guiada por la
tentación, también fui a cubierta, dejando acostado a Hipólito. Unos músicos
tocaban una melodía hermosa, como de vals, en algún otro sitio del barco. Las
notas que brotaban de esas cuerdas eran simplemente celestiales. Yo me puse a
bailar, sola… o mejor dicho, llena de mar en mi… me puse a bailar para él, o
mejor dicho, con él. Bailé y bailé y reí como nunca en mi vida… jamás había
sido tan feliz… lo amaba, amaba el mar, y me sentía correspondida, sabía que él
también me amaba. Y juré ser su esposa, le prometí que sería el primero…
Nuevamente otro amanecer, esta vez, un
lluvioso amanecer, me sorprendió en la cubierta de ese barco. Hipólito,
enfurecido, me agarró por un brazo al descubrirme, me llevó a la habitación, y
adormecida como estaba, me abofeteó. Me empezó a preguntar con quién había
pasado la noche y si estaba loca o poseída por el demonio. Me encerró con llave
durante todo el día, y esa misma noche, volvió a intentar ultrajarme… divisé la
silueta de su falo entre la luz de los rayos que provenían del cielo.
Forcejeamos un largo rato, mis muñecas dolían por la presión que sus manos de
bestia ejercían sobre ellas… atiné a librarme, agarré una lámpara y lo golpeé
con todas mis fuerzas. De su cabeza comenzó a manar sangre. Su cuerpo se
desplomó sobre mi, con todo su peso. Abatida, me libré de aquel peso, saqué la
llave del camarote de su saco, y me escapé en la madrugada.
El cielo estaba púrpura, y llovía
fuertemente. El bello, hermoso mar estaba agitado. Miré mi mano. Tomé mi anillo
de casamiento y lo arrojé a las embravecidas aguas. La lluvia caía cada vez con
más fuerza, mientras yo exclamaba un juramento de fidelidad y amor eterno… una
boda privada. Esa noche finalmente estaba aconteciendo… me iba a desposar con
él, con el mar. Ardiente de deseo, pronuncié las últimas palabras de mi
juramento, y comencé a deslizar mis ropas. Quedé desnuda, con toda mi palidez
expuesta a las violentas gotas de lluvia, que ahora azotaban como pequeños
látigos. El barco se estremecía cada vez con mayor violencia a la par que mi
cuerpo se contorsionaba por la pasión. Las olas golpeaban y el viento me
abofeteaba. Oí a los marineros y hombres gritar, desesperados, algunas órdenes,
pero yo no los escuchaba bien, no estaba en este plano. Estaba en comunión con
él… el mar, mi esposo adorado. Mis manos se convirtieron en una analogía de sus
partes marinas y frotaron con fuerza mis muslos, mis senos, mi vientre. Me
sentía loca… el mar me estaba tocando en alguna parte escondida entre los
pliegues de mis muslos, era una sensación que jamás había sentido, un
cosquilleo intenso. Mi aliento estaba agitado, me sentía convulsionar, mi
cuerpo se bamboleaba y chocaba contra los bordes del barco que se movía cada
vez con mayor intensidad. El cosquilleo entre los pliegues de mis muslos era
cada vez más intenso, no podía contener tanta inmensidad adentro mío. Entre las
luces de los relámpagos, la lluvia, la gente que corría desesperada y las
ráfagas de viento, divisé a un sangrante Hipólito y a la tripulación,
balbuceaban algo que no podía comprender. Mi agitación era cada vez mayor. Vi
volar las astillas y maderas del barco, resquebrajado en dos por la fuerza del
mar, y salté en el momento preciso en que la pasión no podía ser contenida por
mi ínfimo cuerpo. De pronto, estaba rodeada de mar, me penetraba y se hundía en
mi, en todos mis flancos y recovecos. Abrí la boca para gritar de placer y
tragué líquido marino. Pequeña muerte. Me encontré flotando en un vacío negro
azulado, unida a él, para siempre.