jueves, 9 de abril de 2015

La paradoja del corazón roto (fragmento)

por Ángeles Lescano




Vos me hiciste algo mucho peor, más terrible, más insoportable que todos mis ex "algo" juntos: no me hiciste NADA.
¿Y sabés por qué es tan terrible, Alejandro? (Y no me mires así). Es terrible porque tampoco te puedo echar la culpa de nada... porque eso en verdad sería muy liberador para mi. Porque cuando algo se termina, una lo que quiere es un motivo real y concreto para odiar al otro, y de ese modo, todo el proceso se acelera; algo para que la carga de tener que olvidar, no se vuelva tan pesada. Lo que yo quiero ahora es un motivo para justificar mi dolor, mi ira, mis ganas de pincharte las ruedas de la bicicleta. Porque así como en algún momento te tenía compasión, y tenía ganas de ayudarte, y de escucharte, y de darte toda mi bondad... ahora tengo ganas de pincharte las ruedas de la bicicleta; tengo ganas de romperte las ventanas a piedrazos; de armar un muñeco vudú tuyo y enchufarle alfileres en la pija; tengo ganas de caer borracha a tu trabajo y hacerte una escena adelante de todos, acusándote de mil barbaridades... pero además de locuras, serían maldades injustificadas. Y lo único que puedo hacer, es tragarme mi angustia y resolver todo lo que en verdad me duele de esto conmigo misma. Y repito, que eso es terrible. Porque exteriorizar la ira, purgar los demonios, exorcizar... te hace sentir pura y limpia como para seguir y decirle al próximo que pase.
Pero vos, Alejandro, no me dejás. Me tenés anulada, impotente, en un limbo de inacción. Y en ese sentido, en verdad te esforzaste para ser mucho mejor, y a la vez y paradójicamente, mucho peor que el resto. Es cierto que no me respondiste algunos mensajes, si... pero ya me lo habías avisado, así que no es suficiente. ¿De qué me agarro entonces? Me encantaría decirle a mis amigos que te faltan huevos, que sos un mentiroso, que me vendiste algo que no era... me encantaría criticarte y criticarte durante horas y así desahogarme plácidamente... me encantaría que, cada vez que veo una foto tuya en facebook, con alguna pibita mucho más chica que vos, con tu cara de pajero atorrante sobre su hombro, pudiera decir: "Me está engañando", y así mis celos y mis lágrimas se verían amparados por el ala espinosa de la traición. Pero fuiste tan asquerosamente sincero todo el tiempo, que hasta me hablaste de las otras chicas con las que salías.
Y lo que me resulta peor de todo esto, lo que más me duele en verdad... es que todas estas cosas que a mi me pasan, este huracán que siento en las entrañas y que me impide echarte tierra, toda esta "cosa" atravesada que tengo y de la que tampoco te puedo echar la culpa... a vos te chupa un huevo, y no te lo puedo decir.



... y por eso no me queda otro remedio que hablarle a este espejo roto.

Calor

por Ángeles Lescano




...el ojete que se adhiere con fuerza al plástico.
Deja su silueta redondeada, marcada con transpiración (cual Santo Sudario), en el preciso momento en el que una logra despegarse del asiento del colectivo, justo a tiempo para tocar timbre y bajar. 

Traición

por Ángeles Lescano



Calla o te daré una zurra, desvergonzada. ¡Cuánta impudicia y parafernalia… con qué descaro mientes, calla, te digo, CALLA! No quiero oir una sola mentira más, una sola súplica de esa boca descarada y manchada de pecado. Mis propios ojos me bastan para ver lo que tus palabras intentan ocultar, no necesito mayor prueba. Su desnudez conjunta es para mi, evidencia suficiente.
Ahora ven aquí, y recuéstate boca abajo sobre mi falda… ¡que vengas te digo! Arrastrándote, como la serpiente despreciable que eres. Y deja de temblar, que no te pasará nada.  Y tú te quedas ahí, quieto… pon tus manos sobre la cabeza y que pueda ver tu “colgajo”… ¡no lo tapes!
Así que decías que añorabas los tiempos en los que los hombres se abrigaban entre tus piernas… ahora verás cómo puedo ser yo igual que un hombre… ¡que te calles, te dije! Sigue abriendo la boca una y mil veces, y merecerás aún más que te golpee en ese culo gordo y que mi mano te quede marcada en rojo, ardiendo sobre el cachete. Y guay con seguir protestando, has caído tan bajo que no mereces proferir sonido alguno en mi benevolente presencia.
¡Y tú te quedas ahí! No creas que no estoy viendo que te estás moviendo e intentando huir. Si tuviste la voluntad suficiente como para penetrar a mi mujer y el agrado de profanar el terreno sagrado que era guardado sólo para mi tacto, tendrás que soportar las consecuencias. Abre los ojos y mira bien lo que haré. Si no quisieron incluirme en el juego, ahora se verán forzados a hacerlo. Espero que tu virilidad se vea complacida con la escena que observarás a continuación.
Desliza las manos por debajo de tus muslos… y abre tus nalgas. Más. Más. Más. Déjame ver por detrás ese agujero pecaminoso… deja de llorar, niña, ya es demasiado tarde para llorar, lo hubieras hecho antes de entregarte sin pensar al placer carnal con un hombre. ¡Un hombre! Quién lo hubiera creído… pensar que habíamos pactado nunca jamás volver a esas prácticas sucias. Pensar que en una época te creí pura, pensar que creí que tu cuerpo me pertenecía a mi, sólo a mi y a toda mi feminidad. Que el sexo entre nosotras era lo único que te bastaba para extasiarte. Abre más te digo. No llores.
¿Qué nos pasó, Laura?  Hace no tanto tiempo atrás veía tu cara de goce cuando tus labios rozaban los míos, húmedos y calientes, y te perdías como una lunática en el laberinto del disfrute de los sentidos… como una loba aullabas en el momento del clímax. Quedabas tendida en la cama durante una hora entera, casi inmóvil, intentando recuperar tus fuerzas después de la agitada batalla que entre las dos se daba. Aturdida… así quedabas, aturdida por el placer máximo. Y de un tiempo a esta parte, cada vez que intentaba acercarme a ti y seducirte suavemente con todo mi encanto y candor, me rechazabas, decías que te daba asco, que querías sentir de nuevo el fulgor de un miembro viril, henchido y caliente, en el valle de tu pelvis. Eso gritabas, ME gritabas. “¡QUIERO SENTIR DE NUEVO EL FULGOR DE UN MIEMBRO VIRIL, HENCHIDO Y CALIENTE, EN EL VALLE DE MI PELVIS!”. Nunca voy a olvidar esas palabras, Laura, nunca voy a olvidar el momento en el que me las dijiste. Esas palabras dolieron en mi corazón como el azote de un látigo de siete puntas. Nunca voy a olvidar tu cara enrojecida por la rabia, y tus ojos verdes saltones  saliéndose de sus órbitas, aún más de lo habitual. Estabas como poseída, arrancando las cortinas que tanto me habían costado confeccionar para decorar nuestro nido de amor… debí suponer que era algo más que una rabieta, debí suponer que era el preámbulo para esta traición. Jamás te creí capaz, creí que lo solucionaríamos de algún u otro modo… confié en ti, en tu criterio, en tu fidelidad y en tu amor por mi… y ahora te encuentro así, en nuestro propio lecho, como hecho a propósito… ¡cuánta crueldad, Laura! Ya no puedo verte como antes, ahora para mi estás manchada, corrompida… ¡Y POR UN HOMBRE! Si me hubieras traicionado con una mujer, mi dolor no sería tal. Pero en vistas de la situación que acabo de contemplar con horror, me siento doblemente traicionada.
Y ahora vas a tener que remediarlo… pon tu cabeza entre mis piernas, si, ya sabes lo que tienes que hacer… la única manera de solucionar esto, es mediante la acción, compláceme, anda, vamos.

Y tú… no te quedes ahí. Otrora hubiera preferido que una alimaña devorara mis entrañas antes que dejarme ser rozada siquiera por un hombre,  pero ante esta circunstancia me veo obligada a pedirte que te acerques. Anda, vamos, tócame y deléitanos a ambas… no te preocupes por entender racionalmente, ya encontrarás tu lugar en esto...

Fragmentada

por Ángeles Lescano



@angeliquella instagram


Babosa disonante fragmentada polifónica afectada. 
Se retuerce se escurre se moja se arrastra y se vuelve a mojar. 
Se evapora y se dispersa en el aire; flota, baila, suspendida en partículas. 
Espera ser bocanada de aquel que respira con desesperación tóxica, de aquel que la mira, de aquel que la disfruta, de aquella que camina. 

El domingo

por Ángeles Lescano





Desde el primer momento en el que el domingo asoma, quiero que termine. 
Detesto los domingos. Aunque algunos sean soleados y calurosos, en mi mente todos son fríos, grises y deprimentes.
Yo no los detesto por su cercanía con los lunes, es más, amo los lunes: traen consigo una claridad que despeja cualquier penumbra (o penuria) dominguera.
Los domingos son como el anochecer de la semana, atraen los oscuros pensamientos que sólo sobrevienen en las noches de soledad. Son como noches invernales, largas y lúgubres, de 24 horas.
Encontrar compañía para atravesar un domingo puede ser un buen paliativo, pero en cuanto suelten mi mano, los fantasmas y monstruos de la melancolía estarán ahí, nuevamente, terroríficos, susurrándome al oído que son la única compañía posible que ahora podré tener.


Alguna vez, durante mi infancia, tuve un momento preferido del domingo, un momento en el que veía un atisbo de luminosidad. Era el domingo por la mañana, cuando iba a misa, cuando tenía dios, cuando tenía muchos años de vida por delante y pocas neurosis. A la salida siempre iba a comprar facturas, y mi felicidad estaba completa, no necesitaba nada más. Todos esos recuerdos tienen un sol de abril de fondo y un calorcito tibio. Ahora que ya no voy a misa, que no tengo creencias, que no tengo más un dios que me socorra en estas horas, todo es más difícil.

La música del piano en una tonalidad menor suena de fondo, como una banda sonora de mi estado interno. Mis dedos se niegan a sintonizar otra cosa, imposible: el rock que escucho durante la semana no tiene calce ahora. 
No hay escapatoria, es un laberinto emocional. Quizás la única salida sea cerrar los ojos y esperar a que el lunes venga con su luz radiante a llenar todo de colores, sonrisas y vivaz música de rock otra vez.

Tic tac

por Ángeles Lescano



@angeliquella instagram


Tic tac las agujas del reloj cada vez más aceleradas tic tac tic tac cada sonido con su resonancia se clava con pesadumbre en mi cabeza bip bip la alarma cada mañana suena más y más temprano bip bip bip ¿logré dormir siquiera hace cuánto que no sueño? bla bla la gente alrededor habla a un volumen cada vez mayor bla bla bla bla con la velocidad sus palabras se vuelven ininteligibles tic tac bla bla las luces nocturnas se prenden y apagan cada vez más rápido casi en un parpadeo ¿a quién le juega una carrera el sol cuántos colectivos me tomé en los últimos días? tic tac bla bla bip bip me crucé con muchas caras familiares pero ya no recuerdo la mitad tic tac ring ring bla el mundo parece una película acelerada reproducida en una videocasetera vieja a punto de sacar chispas y explotar pero eso no suced "me odio a mi misma" lo único que se mantiene con su tempo lento y constante son mis pensamientos "me odio a mi misma" como la base sobre la que se reproducen el resto de las melodías y ritmos del mundo que va cada vez más acelerado cada vez más estridente cada vez más ensordecedor jajajajaja y yo ahí chiquita a un tempo más lento añoro la época en la que el mundo iba lento a mi mismo ritmo donde todo era sorprendente ahora ni el entusiasmo queda ¿duándo me sorprendí por última vez cuál fue mi último aprendizaje? Marzo, Abril, Mayo, Diciembre los árboles se visten y desvisten con sus colores cada vez más rápido Enero, Diciembre, Enero bajo la cabeza hacia mis zapatillas color rosa y decido subirme una vez más al corcel de ese vertiginoso carroussel a punto de descomponerse por la velocidad "se le zafó el freno" tomo las riendas de plástico. "NO PIENSO SER LA PENÉLOPE DE NINGÚN ULISES".

Call me, apelle moi...

por Ángeles Lescano


@angeliquella instagram


Esperé toda esa tarde a que François llamara. No llamó, ni esa tarde, ni la tarde del día siguiente… ni ninguna otra tarde. Simplemente desapareció, se esfumó como se esfuma el vapor del agua hirviendo al enfriar. 
Me encontraba sola, mirando por la ventana empañada de aquella habitación de hotel barato, en ese lugar que me resultaba tan ajeno, donde toda la gente era tan extraña y gélida. Apenas sabía hablar el idioma, sentía frío, mucho frío… las lágrimas que comenzaban a brotar de mis ojos, lentamente, se transformaron en gruesas gotas negras corriendo por mis mejillas.
De entre los pañuelos de papel, saqué mis cigarros, encendí uno y le di una larga pitada, con la esperanza de que la nicotina aliviara efímeramente la turbulencia en que se había convertido mi corazón. Dejé una marca de intenso rouge en la boquilla… y recordé las veces en que ese mismo rouge había dejado marcas en la piel blanca y suave de François, todas esas noches que pasamos juntos. Entendí que para él yo sólo había sido parte de un momento más en la sucesión de momentos de su vida...
Las lágrimas brotaron con más violencia aún, estaba furiosa conmigo misma, me sentía una imbécil, sentía rabia por haberme permitido ser tan vulnerable, por haber dejado tan fácilmente que alguien así penetrara en mi alma y escarbara en mis debilidades. Yo, Isabel, que siempre había sido tan férrea. Yo, Isabel, que nunca me permitía amar (como se ama convencionalmente) a nadie. Ahora era un estropajo lleno de lágrimas por culpa de un hombre que no las merecía. 
Me miré al espejo. Enjuagué mis lágrimas y resalté el rouge. Me puse un tapado, un collar de perlas y mi sombrero, me perfumé, me calcé mis tacos rojos, y salí a caminar por esas calles lejanas. Miré a la cara con expresión desafiante a todos los extraños con los que me crucé. Había decidido dejar atrás esa historia para siempre...

El beso de Santa Jorge

por Ángeles Lescano



@angeliquella instagram


Un beso para dar muerte a lo que nunca ha vivido.
Lengua bífida, ponzoña en mi corazón.
Una lanza que se atraviesa.
Mi armadura se desintegra, sólo me queda la desazón.
... y entre mis manos, óxido y lágrimas
... y en mis ojos, hierro y espinas
La soledad es el vendaje que me cura de tu perturbación.

Tempestad

por Ángeles Lescano


@angeliquella instagram



Me negué rotundamente a la vil atrocidad que Hipólito había querido perpetrar con mi cuerpo, la noche de bodas.
Una vez que terminaron de servir la última porción de pastel en la fiesta, tan sólo unas horas antes, noté como la mirada de todos los invitados se posaba sobre nosotros, con un dejo libidinoso. Primero sobre él, luego sobre mi. ¡Viva los novios! Exclamaban, mientras alzaban sus copas, y sonreían socarronamente.
Mi madre, precavidamente, me había advertido sobre el momento que estaba por acontecer. Me dijo que para cuando llegase, yo tenía que ser buena y sumisa con mi marido, que cerrara los ojos y aguantara el dolor, y que luego iba a poder ser feliz para toda la eternidad al lado de alguien que me protegiera…
Tan sólo una vez Hipólito y yo habíamos tenido contacto físico. Fue cuando, con consentimiento de mis padres, él se quedó en la sala de estar, a solas conmigo, en la época en la que buscaba cortejarme. Me preguntó educadamente si podía besar mi mano, a lo que accedí con alguna reticencia. El contacto de su saliva helada contra mi piel me estremeció del horror.

Y ahí estábamos, en la noche de bodas, solos él y yo, nuevamente. Corrí por todo el cuarto del hotel, arrojando cosas a mi paso, para que no me alcanzara. Él creía que yo estaba jugando, pero lo cierto era que la sola idea de acercarme a su cuerpo peludo y sudado de macho me repugnaba. Grité como nunca en mi vida cuando me agarró por detrás con toda su fuerza, me lanzó sobre el colchón y se arrojó sobre mi. Pude sentir por un segundo su horrible aliento mentolado, agitado por la pasión, y su fuerte fragancia viril. Atiné a arañarle la cara con mis largas uñas. Se alejó y me miró perplejo. Acto seguido, me dijo “Si no es hoy, vas a ser mía mañana, o pasado”. Se recostó dándome la espalda y se durmió.
La presencia cercana de ese cuerpo semidesnudo durante toda la noche me hizo sentir tan incómoda como nunca en mi vida.

Al día siguiente, la misma escena tuvo lugar en el hotel. Y lo mismo aconteció el día en el que llegamos a nuestra nueva casa. Así, noche tras noche, yo me seguía negando a la rudeza de su carne, y él seguía intentando vanamente abalanzarse sobre mi fragilidad.
 Llegó un momento, en el transcurrir de esas insistentes noches, en que él desistió. Simplemente comenzamos a ser dos conocidos que compartían algo de tiempo de lectura durante la noche.
Yo sabía que él buscaba satisfacción en otras piernas. Lo sabía, por los indicios que él pretendía dejar descuidadamente en todos lados (un pañuelo con rouge, un número de teléfono con el nombre de una mujer en una servilleta)… quizás en un intento de provocarme celos o de llamar mi atención. Pero lo cierto es que así me sentía bien.
Durante todos esos años, en ningún momento sentí nacer ningún ardor en mi vientre. Ni por Hipólito, ni por nadie. No sabía lo que era aquello. Intentaba evadir por completo las preguntas apabullantes de mi madre y mis hermanas cuando, extrañadas, preguntaban por los hijos. Mi limitaba a mirar el vacío como respuesta y a cambiar de tema.


Ese era el esquema de mi vida. Hasta que finalmente, un día Hipólito recibió una propuesta de trabajo del otro lado del océano. Nos trasladaríamos a otro continente.
Nos embarcamos en un lujoso crucero que nos llevaría a lo ancho del océano durante 10 días, el “Santa Catalina” decía en su imponente proa con letras doradas.
Desde el primer momento en el que subí a aquel barco, y contemplé el horizonte marino fundiéndose con el ocaso, algo adentro mío se estremeció. No comprendí en ese momento lo que era… sólo sabía que en mi interior existía una contradicción, como si estuviera agitada y muy calma al mismo tiempo.
Durante esa noche y el día siguiente, sentí a esta contradicción volverse cada vez más grande en mi. Los almuerzos y las cenas en el lujoso salón comedor de primera clase, con tanta gente alrededor, riendo a carcajadas y hablando estridentemente, me hacían sentir sofocada, quería salir y corriendo… pero no sabía hacia dónde. No entendía qué quería, o lo que deseaba. Pero quería resolver ese misterio cuanto antes.

Durante la tercera noche de nuestra estadía, luego de que Hipólito se quedara dormido, presa del insomnio y la perturbación, y aturdida como estaba desde el primer día, fui a dar un paseo por la cubierta. Refulgiendo bajo la luz de las estrellas, vi el mar… se veía encantador. Mi respiración comenzó a agitarse cada vez más, sentí náuseas y un vértigo en el estómago. En ese momento comprendí, que era a él a quien quería, a quien deseaba… al mar. No podía dejar de mirarlo… ahora que estaba ante mi, lo veía con tanta claridad… sentí de repente como si hubiera caído rendida bajo el poder de algún hechizo, o de algo que estaba más allá de mis fuerzas… algo despertó en mi… un deseo en mi vientre… un fuego entre mis senos. Comencé a recorrer mis muslos con mis manos, casi sin entender lo que hacía. Mi aliento estaba más agitado aún. Si. Quería que él me poseyera… él, el mar. Quería ser su novia virginal, fundirme en el lecho nupcial con él y con nadie más. Pura como estaba, quería jurarle amor y fidelidad eterna…
El amanecer me encontró durmiendo en la cubierta. Hipólito no entendía qué me sucedía, pero no le agradaba. Durante todo ese día, tuve que disimular mi agitación y esconder mi mirada de deseo. Esperé ansiosa la oportunidad para tener otro encuentro con él…
La noche siguiente, guiada por la tentación, también fui a cubierta, dejando acostado a Hipólito. Unos músicos tocaban una melodía hermosa, como de vals, en algún otro sitio del barco. Las notas que brotaban de esas cuerdas eran simplemente celestiales. Yo me puse a bailar, sola… o mejor dicho, llena de mar en mi… me puse a bailar para él, o mejor dicho, con él. Bailé y bailé y reí como nunca en mi vida… jamás había sido tan feliz… lo amaba, amaba el mar, y me sentía correspondida, sabía que él también me amaba. Y juré ser su esposa, le prometí que sería el primero…
Nuevamente otro amanecer, esta vez, un lluvioso amanecer, me sorprendió en la cubierta de ese barco. Hipólito, enfurecido, me agarró por un brazo al descubrirme, me llevó a la habitación, y adormecida como estaba, me abofeteó. Me empezó a preguntar con quién había pasado la noche y si estaba loca o poseída por el demonio. Me encerró con llave durante todo el día, y esa misma noche, volvió a intentar ultrajarme… divisé la silueta de su falo entre la luz de los rayos que provenían del cielo. Forcejeamos un largo rato, mis muñecas dolían por la presión que sus manos de bestia ejercían sobre ellas… atiné a librarme, agarré una lámpara y lo golpeé con todas mis fuerzas. De su cabeza comenzó a manar sangre. Su cuerpo se desplomó sobre mi, con todo su peso. Abatida, me libré de aquel peso, saqué la llave del camarote de su saco, y me escapé en la madrugada.


El cielo estaba púrpura, y llovía fuertemente. El bello, hermoso mar estaba agitado. Miré mi mano. Tomé mi anillo de casamiento y lo arrojé a las embravecidas aguas. La lluvia caía cada vez con más fuerza, mientras yo exclamaba un juramento de fidelidad y amor eterno… una boda privada. Esa noche finalmente estaba aconteciendo… me iba a desposar con él, con el mar. Ardiente de deseo, pronuncié las últimas palabras de mi juramento, y comencé a deslizar mis ropas. Quedé desnuda, con toda mi palidez expuesta a las violentas gotas de lluvia, que ahora azotaban como pequeños látigos. El barco se estremecía cada vez con mayor violencia a la par que mi cuerpo se contorsionaba por la pasión. Las olas golpeaban y el viento me abofeteaba. Oí a los marineros y hombres gritar, desesperados, algunas órdenes, pero yo no los escuchaba bien, no estaba en este plano. Estaba en comunión con él… el mar, mi esposo adorado. Mis manos se convirtieron en una analogía de sus partes marinas y frotaron con fuerza mis muslos, mis senos, mi vientre. Me sentía loca… el mar me estaba tocando en alguna parte escondida entre los pliegues de mis muslos, era una sensación que jamás había sentido, un cosquilleo intenso. Mi aliento estaba agitado, me sentía convulsionar, mi cuerpo se bamboleaba y chocaba contra los bordes del barco que se movía cada vez con mayor intensidad. El cosquilleo entre los pliegues de mis muslos era cada vez más intenso, no podía contener tanta inmensidad adentro mío. Entre las luces de los relámpagos, la lluvia, la gente que corría desesperada y las ráfagas de viento, divisé a un sangrante Hipólito y a la tripulación, balbuceaban algo que no podía comprender. Mi agitación era cada vez mayor. Vi volar las astillas y maderas del barco, resquebrajado en dos por la fuerza del mar, y salté en el momento preciso en que la pasión no podía ser contenida por mi ínfimo cuerpo. De pronto, estaba rodeada de mar, me penetraba y se hundía en mi, en todos mis flancos y recovecos. Abrí la boca para gritar de placer y tragué líquido marino. Pequeña muerte. Me encontré flotando en un vacío negro azulado, unida a él, para siempre.