por Ángeles Lescano
Rota. Rota y olvidada. Hecha un bollito contra el rincón más
mugriento. Con los puntos de las medias corridas, con el rimel
corrido… con la mirada perdida, la boca entreabierta, el esmalte de Farmacity descascarado, la bombacha agujereada.
Las colillas de los cigarros se amontonan en el cenicero plateado y medio oxidado. La
cartera vacía, apenas resuenan un par de monedas plateadas. La bolsita, plateada, a sus pies. Un espejo resquebrajado contra el otro rincón contempla su pelo, de incipientes mechones plateados, alborotado. El olor a choripán
se cuela por la única ventana de la habitación, eternamente destartalada, y se entremezcla con los
acordes de la cumbia que escuchan los del local de abajo y la luz del mediodía. No quedan lágrimas, no hay más lágrimas. Rota, tan rota
que sus trizas de medias, rimel, esmalte, agujeros, cigarros y monedas ya no pueden
subdividirse más... o eso creería. “Je ne sais quoi”, murmura por lo bajo. “Je ne sais quoi”,
repite, con un hilo de voz frágil, tan frágil como sus tobillos cansados. Se
para de golpe y su vestido rasgado se desliza, dejando sus magníficos pechos, (esos
pechos que tan loco lo habían vuelto alguna vez, que tanto semen de aquel
espeso que sólo él tenía, habían visto correr), al aire. “AL PRÓXIMO QUE SE
ATREVA, LE ARRANCO LAS BOLAS A MORDISCONES”, dice decidida, y como si esa frase
fuera su último hálito de vida, cae grácilmente al suelo, inconsciente.
Se despierta en algún momento en el que los rayos de la resquebrajada luna
plateada iluminan de lleno sus incipientes y precoces arrugas. Gotas plateadas
y traviesas, de aquella gotera que el encargado hubiera prometido arreglar el mes
anterior, aterrizan de lleno en medio de sus magníficos pechos. Se los toca;
están empapados. Recuerda su semen. “Al menos sigo teniendo estas
tetas”, piensa. Se incorpora tambaleándose. Se contempla en la plenitud del reflejo de ese
resquebrajado panorama de haces de luz plateados, en esa circunferencia de trizas cristalinas. La luna parece estar cerca, muy cerca, casi como si pudiera alcanzarla, casi como si pudiera susurrarle un secreto al oído... casi como si estuvieran las dos en la misma porción de espacio. La descuelga del cielo y la toma entre sus manos. Le
aulla, solitaria como loba que escupe hilos plateados por el hocico, y el aullido se vuelve tan
agudo, que termina por hacer añicos los cristales plateados de la ventana
destartalada que se encuentra a sus espaldas, y hasta a la mismísima luna. “Ya no queda nada más por romper, mon chéri”, sonríe para sus
adentros, y comienza a cantar por lo bajo en la penumbra, cual cántico de rito purificador
chamánico, la cumbia que llega desde algún lugar como un eco: “¿Qué
pasó con el que dijo que te amaba? ¿Acaso se fue y te ha dejado ilusionada...?”.
No hay nada roto que no pueda repararse con un poco de plateado pegamento mágico, mon chéri.
No hay nada roto que no pueda repararse con un poco de plateado pegamento mágico, mon chéri.